lunes, 17 de junio de 2013

El metro de las 4:00 p.m.



El sonido del viento resonaba por entre los vagones, el reloj marcaba las 3:45 p.m., hermosos espejos decoraban aquella estación. Se podían escuchar estrepitosos pasos por el andén, una risotada de aquellos jóvenes, el niño que lloraba acongojado por el muñeco preferido que había perdido en uno de tantos baños. El tiempo transcurría, la estación del tren vivía, agonizaba, moría y volvía a renacer, cual poderoso fénix. Por entre la gente, lejos, bajo un inmenso pilar, se vislumbraba una pequeña silueta marcada por el tiempo, de pasos quedos y trémulos avanzaba lentamente, una cabellera blanca cual espuma de mar, grácil, superflua, ondeaba sobre su cabeza como signo de libertad y sabiduría, de ojos cansados, cubiertos por tupidas cejas que enmarcaban aquella figura antiquísima, pequeñas líneas recorrían lo que alguna vez fuera un bello rostro, se deslizaban desde la sien, pasando por sus mejillas llegando a su cuello, perdiéndose entre tantos recuerdos. Resoplando a cada paso que daba, miraba hacia todas direcciones a la expectativa de algo. Un rugido pareció terminar con su incesante búsqueda, el tren de las 4:00 estaba por arribar, un desfile marrón apareció ante ella seguido de un tremendo estruendo; de pronto aquellos luceros comenzaron a verse opacados por un incesante sollozo, mientras delineaba una tenue sonrisa un gastado hombre salía de aquel vagón, una de sus manos bailaba desacompasada mientras el resto de su ser avanzaba por entre la gente, su cabello diamantado resplandecía con el sol, altivo y apoyado de un bastón, sonreía mientras contenía la respiración para evitar alguna impropiedad.

El tiempo aletargado por tan bella escena comenzó a retroceder, sus manos seniles mostraban una frescura y vivaz apariencia, aquellas marcas causadas por el tiempo desaparecieron, sus siluetas compactas dieron lugar a dos exquisitas figuras imberbes, aquellos mechones espumosos se tiñeron de un vivaz marrón, su mirar, eso nunca cambió, sus pupilas danzarinas, felices paseaban sobre su compañero. Aquel añejo hombre con delicadeza tomó la palma de su amada, acariciándola.    –¿Estás listo?-  preguntó ella. El sonrió gentil y ambos marcharon hacia el horizonte. Los rayos de luz resplandecían ante ellos, mientras avanzaban su luminosidad se reflejaba sobre uno de tantos espejos de la estación, el más íntegro de todos, “supongo”, pues revelaba como se perdía a un nonagenario par entre la gente.

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