lunes, 17 de junio de 2013

Luz del paraíso

La lluvia caía pacíficamente, el cielo era gris y una pequeña chispa de luz se elevaba por encima de nosotros sostenida por un negro quinqué que daba tenue luz a tu mirada.  Del otro lado de la calle se encontraba una vieja tienda de verduzco toldo, cacarizo por el sol; se podía respirar la humedad que una lila desprendía.

El camino estaba lleno de una extraña soledad, todo el mundo se encontraba resguardándose de la lluvia. Desde mi lugar podía verse un grupo de personas divirtiéndose, se podían oír sus risas; manteles largos los cubrían, un aroma a café escapaba por una de las ventilas que habían olvidado cerrar; un travieso lunar sonreía sin parar al compás de sórdidos movimientos luciéndose, engalanando la noche con su vivaz frescura; un Don Juan, sin duda, coqueteaba con largas cabelleras acompañado de un paliacate que haciéndole segunda acaparaba la atención del lugar y honestamente la mía también llegando a ignorarte.

El sonido de la lluvia poco a poco fue matando tu voz haciéndola una más de las sonoras gotas que se desmoronaban al caer sobre el pavimento.

Bella criatura sin duda quien se posaba frente a mí, mirada cálida y risibles hoyuelos configuraban su escultural rostro. Absorta en el dilema de su existencia, lo miraba fascinada por singular belleza, su delicado cuello de cisne giró perfilando sus claros ojos en mí.

Rápidos pensamientos cruzaron dando lugar a una típica y estúpida reacción, el nerviosismo se manifestó desviando la mirada hacía lo primero que hallé, un tenedor… ¿Oh, pero cosa más cruel podía suceder? Vigilando sus movimientos volvía a él, aunque deseaba poder irme algo lo impedía.

Ya no salía más humo de mi té, de lo que fue un pastelillo migajas quedaban. El momento temido llegaba… lentamente te levantabas de tu asiento; agradeciendo por la compañía, te dispusiste a salir, pero olvidabas dejar la propina, unos segundos más para deleitarme de ti. Te seguí con la mirada hacia la salida, caminaste por la alfombra roja que cubría el lugar, tomaste tu mochila de viaje rápidamente y empujando las puertas reclinables saliste hacia la deriva, tus acompañantes iban adelante lanzando risotadas por los aires mientras tú disminuías la velocidad, los alegres juglares pasaron frente a mí, ignorándome, una estatua más en su ajena vida.

Cuando volví la mirada para darte un último vistazo, vislumbré una sombra, subías por la calle avanzando cada vez más; uno, dos parpadeos, tu ondulado cabello comenzó a ser familiar bajo la luz del quinqué, tu rostro era aún más bello y brillante, una lenta risita se delineaba en tu fisonomía mientras se acercaba a mí, ¡oh! aquel travieso lunar inclinándose me sonreía y sin darme cuenta se posó sobre mi mejilla, tu calidez apresó mi cuerpo frío dejándolo en una especie de catarsis.

La luz que por un momento fue abruptamente cegada y regresaba a medida que te alejabas bajo la lluvia.

Junio







Las nubes tornabanse grisáceas, cual pelaje de tristes ratas, el aire comenzaba a mecer las hojas de los verdes árboles, a lo lejos, se dibujaban eléctricos rasguños a través de los nubarrones, seguidos de agrestes rugidos. Una capa ligera de lluvia caía haciendo más intensos los colores, el pavimento se tornaba más oscuro, las hojas de los árboles volvían a cobrar vida, enderezándose al compás del viento. Las pisadas resonaban con mucho más fuerza, su mirada también parecía ser todavía más intensa bajo la lluvia, de su cabello bruno bajan delicadas y silenciosas gotas, derritiéndose ante aquella sonrisa, tratando de alcanzarla. El frío jamás fue tan cálido, la lluvia jamás se vio tan exquisita, tan perfecta, tan viva… Aquí estoy con mirada taciturna y pérdida, embelesada con aquel espectáculo, aturdida ante tu presencia. ¿Quién eres en realidad?...

I wanna love you




Un delineado farol de tallo amarillento, irradiaba una intensa luz blanca que rebelde se expandía entre el oscuro día, la tenue lluvia se reflejaba a través de los cristales, las violetas campanillas de viejas jacarandas resonaban armoniosas con el frio viento, el olor a tierra mojada impregnaba el asfalto, que curiosa ironía. Las copas de los árboles entre cerraban el cielo impidiendo poderlo observar, en cambio,  mostraban un velo verduzco del cual caían gotas. El piso, lleno estaba de hojas secas, quebradas por el intempestivo  clima, unos cuantos pajarillos perdidos, piaban a lo lejos, el aroma de café caliente escapaba por la ventana de un viejo hogar, el clac de las pisadas sobre charcos de agua componía una melodiosa tarde.


A lo lejos sobre la calle ya comenzaban a vislumbrarse luces doradas, blancas, incluso azules como impidiendo la llegada de una más de aquellas frías y solitarias noches, pero no hoy, hoy existen dos extraños, gastados por los años, cuyo dedo viste un opaco anillo dorado, cuyos ojos cubre un raso eco de anhelos,  cuyo corazón viste un traje de amargo terciopelo. Extraños que se elevan a la luz de aquel farol. A lo lejos, pareciere vistieran una ruda coraza, estampada de recuerdos. De lo que fue, es y será. De sus ropajes colgaban, cual tendedero, un pagaré por aquí, un cheque por allá, la cena a la que no asistió, el primer cumpleaños de su hijo, la llegada del segundo, la venta de su vieja casa, el nuevo trabajo, el amante improvisado de los viernes… Aquel espectáculo era digno de mirar, ambos caminaban con ojos trémulos y cristalinos, de cabeza gacha y hombros tristes, vigilados por sus planes.


De pronto la lluvia cesó, una gélida brisa que los perseguía se tornó cálida como la de un tibio verano, las grisáceas nubes se esfumaron dejando ver plateadas y diminutas estrellas, de las agrias ramas de un arbusto brotaron pequeños botones rosados, mientras uno de los extraños tomaba la mano de su compañero poco a poco se formaban pequeñas grietas sobre su caparazón que dejaban ver la dulce verdad…

El metro de las 4:00 p.m.



El sonido del viento resonaba por entre los vagones, el reloj marcaba las 3:45 p.m., hermosos espejos decoraban aquella estación. Se podían escuchar estrepitosos pasos por el andén, una risotada de aquellos jóvenes, el niño que lloraba acongojado por el muñeco preferido que había perdido en uno de tantos baños. El tiempo transcurría, la estación del tren vivía, agonizaba, moría y volvía a renacer, cual poderoso fénix. Por entre la gente, lejos, bajo un inmenso pilar, se vislumbraba una pequeña silueta marcada por el tiempo, de pasos quedos y trémulos avanzaba lentamente, una cabellera blanca cual espuma de mar, grácil, superflua, ondeaba sobre su cabeza como signo de libertad y sabiduría, de ojos cansados, cubiertos por tupidas cejas que enmarcaban aquella figura antiquísima, pequeñas líneas recorrían lo que alguna vez fuera un bello rostro, se deslizaban desde la sien, pasando por sus mejillas llegando a su cuello, perdiéndose entre tantos recuerdos. Resoplando a cada paso que daba, miraba hacia todas direcciones a la expectativa de algo. Un rugido pareció terminar con su incesante búsqueda, el tren de las 4:00 estaba por arribar, un desfile marrón apareció ante ella seguido de un tremendo estruendo; de pronto aquellos luceros comenzaron a verse opacados por un incesante sollozo, mientras delineaba una tenue sonrisa un gastado hombre salía de aquel vagón, una de sus manos bailaba desacompasada mientras el resto de su ser avanzaba por entre la gente, su cabello diamantado resplandecía con el sol, altivo y apoyado de un bastón, sonreía mientras contenía la respiración para evitar alguna impropiedad.

El tiempo aletargado por tan bella escena comenzó a retroceder, sus manos seniles mostraban una frescura y vivaz apariencia, aquellas marcas causadas por el tiempo desaparecieron, sus siluetas compactas dieron lugar a dos exquisitas figuras imberbes, aquellos mechones espumosos se tiñeron de un vivaz marrón, su mirar, eso nunca cambió, sus pupilas danzarinas, felices paseaban sobre su compañero. Aquel añejo hombre con delicadeza tomó la palma de su amada, acariciándola.    –¿Estás listo?-  preguntó ella. El sonrió gentil y ambos marcharon hacia el horizonte. Los rayos de luz resplandecían ante ellos, mientras avanzaban su luminosidad se reflejaba sobre uno de tantos espejos de la estación, el más íntegro de todos, “supongo”, pues revelaba como se perdía a un nonagenario par entre la gente.