La lluvia caía pacíficamente, el cielo
era gris y una pequeña chispa de luz se elevaba por encima de nosotros
sostenida por un negro quinqué que daba tenue luz a tu mirada. Del otro
lado de la calle se encontraba una vieja tienda de verduzco toldo,
cacarizo por el sol; se podía respirar la humedad que una lila
desprendía.
El camino estaba lleno de una extraña
soledad, todo el mundo se encontraba resguardándose de la lluvia. Desde
mi lugar podía verse un grupo de personas divirtiéndose, se podían oír
sus risas; manteles largos los cubrían, un aroma a café escapaba por una
de las ventilas que habían olvidado cerrar; un travieso lunar sonreía
sin parar al compás de sórdidos movimientos luciéndose, engalanando la
noche con su vivaz frescura; un Don Juan, sin duda, coqueteaba con
largas cabelleras acompañado de un paliacate que haciéndole segunda
acaparaba la atención del lugar y honestamente la mía también llegando a
ignorarte.
El sonido de la lluvia poco a poco fue
matando tu voz haciéndola una más de las sonoras gotas que se
desmoronaban al caer sobre el pavimento.
Bella criatura sin duda quien se posaba
frente a mí, mirada cálida y risibles hoyuelos configuraban su
escultural rostro. Absorta en el dilema de su existencia, lo miraba
fascinada por singular belleza, su delicado cuello de cisne giró
perfilando sus claros ojos en mí.
Rápidos pensamientos cruzaron dando lugar a
una típica y estúpida reacción, el nerviosismo se manifestó desviando
la mirada hacía lo primero que hallé, un tenedor… ¿Oh, pero cosa más
cruel podía suceder? Vigilando sus movimientos volvía a él, aunque
deseaba poder irme algo lo impedía.
Ya no salía más humo de mi té, de lo que
fue un pastelillo migajas quedaban. El momento temido llegaba…
lentamente te levantabas de tu asiento; agradeciendo por la compañía, te
dispusiste a salir, pero olvidabas dejar la propina, unos segundos más
para deleitarme de ti. Te seguí con la mirada hacia la salida, caminaste
por la alfombra roja que cubría el lugar, tomaste tu mochila de viaje
rápidamente y empujando las puertas reclinables saliste hacia la deriva,
tus acompañantes iban adelante lanzando risotadas por los aires
mientras tú disminuías la velocidad, los alegres juglares pasaron frente
a mí, ignorándome, una estatua más en su ajena vida.
Cuando volví la mirada para darte un último
vistazo, vislumbré una sombra, subías por la calle avanzando cada vez
más; uno, dos parpadeos, tu ondulado cabello comenzó a ser familiar bajo
la luz del quinqué, tu rostro era aún más bello y brillante, una lenta
risita se delineaba en tu fisonomía mientras se acercaba a mí, ¡oh!
aquel travieso lunar inclinándose me sonreía y sin darme cuenta se posó
sobre mi mejilla, tu calidez apresó mi cuerpo frío dejándolo en una
especie de catarsis.
La luz que por un momento fue abruptamente cegada y regresaba a medida que te alejabas bajo la lluvia.