Su risa nerviosa hacia juego con
el blanco de las sábanas, mientras su azabache cabellera contrastaba con las
mismas. Ambos permanecían sin moverse en extremos opuestos de la habitación,
contemplándose, sonriendo, taciturnos. Haciendo honor a su nombre él volvióse
valiente acercándose. La profundidad de su mirada lograba reflejarla,
moviéndose lentamente, examinando su cara, su cuerpo… Su compañera, tomando una
bocanada grande de aire le sonreía mientras acortaba distancia.
El playlist perfecto hacía
compañía a sus manos mientras recorrían lentamente su cara, atravesando sus
mejillas bajando hasta su delgado cuello rodeado fácilmente por sus manos,
avanzando hacia las clavículas, estacionándose en el esternón, perdiéndose a
sus costados. Su respiración había dejado de ser cauta, acelerándose. La discordancia
de sus pieles era perfecta: una blanca, brillante como la Luna, llena de oscuros lunares que hacían justicia a
su perfección, mientras la otra, resplandecía dorada, como los rayos del sol
que aparecen al amanecer. Si me preguntan el nombre de aquella obra podría
llamarla, café con leche.
Sus labios rosados temblorosos en principio, explotaban en
éxtasis, deslizándose como los rayos de luz a través de ella. A veces lentos,
otras con aquel exquisito cólera penetrante mientras ambos sujetaban fuertemente
sus nucas. Sus temperaturas habían llegado al punto de ebullición, haciendo que
millones de corpúsculos compusieran una bravía orquesta, sensible al tacto, a
él, a ella.
En ese preciso instante podía haber acabado el mundo y no
habría importado pues ambos se tenían, estaban siendo, serían, fueron.
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